Salir a pasear con una cámara Leica de 1932, cargada con un carrete blanco y negro de 36 fotos, no tener ni fotómetro ni enfoque, todo manual y un visor tan pequeño que casi es mejor hacer el encuadre a ojo, es toda una experiencia.
Despacio, sin prisas, colocando la apertura con esos números de antes (3,5; 4,5; 6,3; 9; 12,5; 18) y la velocidad de obturación (30; 40; 60; 100; 200; 500). Buscar el anillo del foco y utilizar esa guía maravillosa de lo objetivos antiguos (y no tan antiguos) que indicaba la profundidad de enfoque, y con todo en regla, disfrutar de esa maravilla al oír los diferentes resortes que se liberan al apretar el disparador. Disfrutar y sentir la toma fotográfica y tener que esperar a después del revelado.
Todo es como volver al pasado, recrearse en lo sencillo, utilizar lo que siempre se ha utilizado y disfrutar con ese tiempo que nos ha arrebatado la tecnología y los deseos de inmediatez.
La ventaja de hoy día es poder escanear los negativos y una vez informatizados tratarlos con Photoshop o con Lightroom y mejorarlos. Como decía, una experiencia magnífica.
Tres fotos como muestra de la sesión de tecnología nostálgica.
(Cámara Leica Standart de 1932, me la regaló Luis Lozano, un amigo de la familia. La heredó de su padre Luis Lozano Rey (1879 / 1958), un científico, biólogo, y entre otras cosas Doctor en Ciencias Naturales, Catedrático de Vertebrados de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Madrid[2] y jefe de la Sección de Vertebrados del Museo Nacional de Ciencias Naturales.)
Interesantes fotografías pero, quizá lo más interesante para mí, sea esta noche, leer la historia que esconde entre líneas. Salir a pasear con una cámara y experimentar esa vuelta nostálgica a un tiempo (ni mejor ni peor) en el que hacer fotografías (la toma de fotografías) era un oficio artesanal, era el conocimiento quien abogaba por las necesidades primarias en el control de la luz, era la imaginación la que indicaba los parámetros necesarios y precisos para que aquella idea quedara impresa en el carrete. Había que tomarse su tiempo para ajustar todo en el punto preciso. Aquello era un modo (ni mejor ni pero que otros más actuales) de vivir una pasión, de experimentar momentos de una intensidad increíble. Y todo aquello envuelto en una niebla de incertidumbre, nunca se tenía la seguridad de haber logrado lo pensado, lo querido, lo deseado. Y lo último, ese sonido liberador de los mecanismos internos de la cámara que anunciaban el comienzo de una duda que solo terminaría en el cuarto oscuro. Hoy continúa existiendo el misterio de cómo resultará ese final esperado, pero todo funciona de otra forma, más ágil, con una imagen igualmente latente y misteriosa hasta su procesado. Y de todo esto me quedo con lograr como persona, que el hecho de hacer fotografías continúe siendo una pasión, un misterio y sobre todo, una actividad que nos haga felices y nos permita apreciar que la vida suele ser buena.
ResponderEliminarUn abrazo